NUEVA YORK.- El taxista boricua Jorge Laporte, desde mediados de febrero, cuando el coronavirus empezó a ser una amenaza para los neoyorquinos, tomó ciertas previsiones. Asumía que como trabajador del volante estaba “doblemente en riesgo”. Semanas después, con una ciudad paralizada, que cuenta hoy a sus muertos y enfermos por centenares, no duda que tomó la mejor decisión.
“Cuando empezaron las noticias de esta enfermedad, no quise ir más al aeropuerto. Tengo a mi esposa sobreviviente del cáncer y me daba pánico pensar que la podía contagiar. Imagínate toda la gente entrando de Europa y Asia”, narra Jorge.
Este conductor puertorriqueño, de uno de los icónicos taxis amarillos, que forman parte de la escena urbana neoyorquina, se enfrentó a un gran dilema: pagar sus cuentas o resguardar su salud y la de su familia. El optó, sin dudarlo, por lo segundo.
Según la Alianza de Trabajadores de Taxis de Nueva York (NYTWA), los trabajadores del volante han sufrido de primera mano durante esta pandemia: 28 conductores han muerto por COVID-19, la mayoría eran inmigrantes que vivían en el condado de Queens.
“Pero además de la muerte, decenas de miles más se enfrentan a la ruina financiera, obligados a elegir entre quedarse en casa y arriesgar sus vidas. Los conductores necesitan beneficios de inmediato para sobrevivir”, claman en las redes sociales, voceros de NYTWA.
Ya este gremio de los “yelow cabs” que sirven a la Gran Manzana desde 1907, venían de enfrentar en los últimos cinco años una serie de situaciones infortunadas: nuevos impuestos, caída estrepitosa del negocio por la irrupción creciente de los servicios a pedido digital como Uber y Lift, el suicidio de ocho taxistas por no poder asumir los costos de los préstamos de la licencias y la devaluación del costo de los medallones que pasaron de $1 millón a $250,000.